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Mi Parashá – Génesis 7:6

Como nos lo presentaron otros versículos, nuestro paso por este planeta tiene un tiempo determinado a través del cual debemos aprovechar todas esas oportunidades de crecimiento que se nos brindan, recordando que desde el mismo momento en que se nos permitió ser parte de este plano, se nos otorgaron unos días contados en los cuales nuestro cuerpo transitaría por esta experiencia.

Así que la edad de Noé (seiscientos años) nos denota, a través del número seiscientos (שש מאות), que representa una plenitud o un ciclo completo en términos de madurez espiritual, la gran enseñanza de entender que no nos iremos de este plano antes ni después de lo establecido, sino cuando cumplamos con nuestros propósitos.

Y aunque algunos seres desperdician estas oportunidades, vale la pena expresar que la misericordia del Creador tiene un fin, llegando su juicio; así que, una vez se da ese punto de culminación en este tránsito físico, debemos prepararnos para otro ciclo dentro del crecimiento espiritual, dejando, ojalá, un legado a través de unos hijos que, como nosotros, estén listos para ser instrumentos a través de los cuales el Creador reiniciará la obra creadora.

Es así como ese número 600 se relaciona con la letra final ך (Kaf final), que simboliza la corona y la completitud, sugiriéndonos que Noé estaba en un punto culminante de su vida, espiritualmente coronado, por así decirlo, preparado para cumplir su misión. Esta perspectiva, llevada a nuestro día a día, nos llama a comprender que en cualquier momento podemos partir, por lo que debemos aprovechar la oportunidad que se nos brinda aquí y ahora para irradiar Su luz en nuestros entornos.

El diluvio, como tal, nos habla a través del agua (מַיִם, “mayim”), símbolo de juicio y purificación, pero también de vida; aunque la corrupción de la humanidad estaba sobrepasando los límites, esta también generaba, gracias al diluvio, un medio para purificar la tierra y permitir un nuevo comienzo.

La palabra “diluvio” (מַבּוּל, “Mabul”) tiene una fuerte connotación, ya que no solo representa una catástrofe física, sino también un proceso espiritual donde el mal debe ser erradicado para que la bondad pueda prosperar. Así que, más allá de vislumbrarlo como un castigo, debe enmarcarse como una oportunidad para un renacimiento espiritual y un restablecimiento del orden divino en la tierra.

El diluvio lógicamente impactó la tierra (עַל־הָאָרֶץ), un espacio que simboliza tanto a la humanidad como al mundo material; esta, a través de la inundación del diluvio, sufrió una transformación total, reflejando a través de ese evento que no dejó nada intacto, que ello era necesario para ese nuevo comienzo. Y es que, al ser del polvo de esa tierra (aretz), nuestro cuerpo, como todo lo físico de esta existencia, debe ser periódicamente purificado.

Todos los ciclos en los que estamos envueltos, con sus períodos de juicio y purificación, nos reiteran que tendremos que enfrentar en algún momento de nuestras vidas estos desafíos y debemos estar preparados para ello, por lo que debemos reconocernos dentro del plan divino para que esa prueba nos permita un nuevo comienzo.

Cuando enfrentamos situaciones de “diluvio” o momentos de crisis, debemos reconocer estas experiencias como oportunidades para una purificación y un renacimiento espiritual, ya que esos llamados de atención del mismo Creador deben visualizarse como instantes de desafío en los cuales debemos mantener la confianza de que todo tiene un buen propósito dentro de Su voluntad, preparándonos además para esa nueva fase de crecimiento y desarrollo espiritual que Él nos está proponiendo.

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