
Mi Kabbala – Elul 25 – sábado 28 de septiembre del 2024.
¿Jesucristo?
El Texto de Textos nos revela en Miqueas 5:2, “pero tú, Belén Efrata, aunque eres pequeña entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser gobernante en Israel. Y sus orígenes son desde tiempos antiguos, desde los días de la eternidad”.
Las palabras tienen el poder de consolidar nuestra realidad, lo que significa que, al pronunciar el nombre de nuestro Señor Jesucristo como creyentes, debemos tener la absoluta seguridad de que fue Él quien nos salvó y redimió y, por lo tanto, que es Él quien, a través de nuestra fe, nos permite retornar a su lado como nuestro Padre Celestial. De ahí que esos signos lingüísticos, letras unidas y su sonoridad no deban expresarse en vano. Menos aún debería utilizarse su nombre como el de cualquier persona; más bien, debe reservarse para expresiones que nos motiven a alabarle (“תְּהִלָּה” Tehilá) y adorarle.
Es por ello que algunos estudiosos atribuyen a su nombre un origen no solo hebreo o arameo: Yeshúa (ישוע), que en griego es Iesoús y en latín Iesus o Jesucristo. Este nombre nos lleva a comprender que Él es nuestro Salvador y, por lo tanto, el mismo Creador. Al entenderlo como Hijo o Mesías, nos lleva a verlo humanado, a nuestra imagen, para redimirnos. Esto debería hacernos entender que su nombre parece ser el resultado de unir los conceptos de Jesús (Salvador) y Cristo (Ungido), refiriéndose a ese ser del que no solo hablan los profetas del Antiguo Testamento, sino toda la Biblia en su totalidad.
Para quienes interpretan que este nombre se traduce como José, aludiendo a su padre, o como Josué, quien introdujo al pueblo liberado de Egipto en la Tierra Prometida, o como Yoshua (en inglés, Joshua), vale la pena reiterarles que cada ser humano tiene parte de ese Hijo. Por ende, gracias a nuestra fe, todos debemos asimilarlo como nuestro Señor y Salvador. No solo los creyentes, para quienes es un honor, dado por el mismo Espíritu Santo, aceptar esta verdad, que implica no solo creer en Él, sino también agradecer y valorar su salvación y redención, reconociendo que Él es el mismo Creador.
Todo nos habla de Él, incluso aquellos que sospechan que los jeroglíficos egipcios, de los que bebieron tanto José, líder de las doce tribus, como Moisés, al ser logográficos, nos indican de alguna manera que, debido a las variaciones de estos signos (“אוֹת” Ot), todos estos símbolos derivan del tetragrámaton. Por ende, tal como lo expresa el mismo Pentateuco y todos los Textos Sagrados, incluidas las dos tablas de los mandamientos, Él está allí, con su poder, fortaleciendo nuestra fe y recordándonos nuestra salvación.
Él, como Mesías, descendiente de David, es el Ungido, un hombre que nos acercó al Espíritu mismo. Esto lo convierte además en el medio para traer la Luz Superior a la oscuridad de este mundo. Es la expansión de su amor la que toca a todos los corazones de este planeta y, con ese fluir y la diseminación de su conocimiento, logramos la corrección de nuestras fallas y pecados, gracias a ese su fluir que nos acompaña a nosotros, los creados, y nos revela constantemente una nueva vida (“הִתגָּלוּת” Hitgalut).
El Texto de Textos nos revela en I de Pedro 1:18, “Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; 18 sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, 19 sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, 20 ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, 21 y mediante el cual creéis en el Creador, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en el Creador”.
Oremos para vivir bendiciendo, alabando, glorificando y agradeciendo al Creador.