Mi Kabbala – Jeshván 8, 5785 – Viernes 8 de noviembre
¿Judío?
El Texto de Textos nos revela en Génesis 12:1, “Pero el Creador había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. 2 Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. 3 Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”.
Se llamó “judíos” a aquellos que provenían de la región de Judea, יהודה (Ieudá), Tierra Santa que en parte hoy ocupa Israel. Se cree que este concepto proviene de la combinación de dos palabras: “Yavé” y odeh, que significan “alabanza” o “adoración”. Esta expresión genealógicamente nos lleva a los descendientes de Judá, uno de los doce hijos de Jacob y, por lo tanto, a Isaac y al mismo Abraham, padre de la fe, a quien se le entregó esa región del Sinaí, donde el ángel del Creador, en una zarza ardiente, atrajo a Moisés para, en ese mismo monte de Horeb, entregar sus mandamientos, los cuales deben iluminarnos.
Desde entonces, los herederos de Abraham y el judaísmo se han caracterizado por su misión consanguínea de adoptar no solo esos mandatos y esa fe en el único Creador y Señor, sino también de promover unas costumbres que, como modus vivendi, implican ser guiados por Él a través de este desierto terrenal. Quizá por ello, la palabra Judá, יהודה (Yahû’dâh), nos llama a alabarle y a entregar nuestras vidas a ese ser de luz al que milenariamente otros pueblos han olvidado, pero que escogió a esa tribu para mostrarnos, a los demás, la importancia de ser obedientes a su Palabra y voluntad.
Todos nuestros conflictos espirituales son fruto de ese exilio, de salir de nuestra Tierra Prometida, en una analogía con la tierra entregada a nuestros hermanos judíos en las Sagradas Escrituras, que nos muestra los efectos de nuestra desobediencia. Es necesario el apego no solo a los seiscientos trece preceptos de la mitzvá, מצוה, sino a su Palabra, que está en nuestro ADN, en una misión que nos recuerda que estamos aquí, en este plano, para que nuestras almas se integren al Creador, limpiando nuestra sangre pecadora y siendo guiados por su Espíritu Santo.
De Rebeca e Isaac nacieron los mellizos Jacob יַעֲקֹב (Ya’acov) y Esaú, quien vendió su primogenitura por un plato de lentejas, mostrándonos que su hermano tuvo que luchar con el mismo Creador para constituirse en pueblo, Israel, y no perder ese legado generacional que, como modelo de vida, nos propone una visión: sabernos hijos. Esta perspectiva, durante estos casi seis mil años terrenales, ha mantenido a los judíos aferrados al estudio de la Torá y a nosotros, como creyentes, comprometidos con el cambio, para que sea la obediencia a Él la que nos integre y redima, liberándonos de este plano temporal terrenal que solo nos distrae de nuestro destino.
Es el amor a nuestro Creador, como mandato, a nuestros próximos y a nosotros mismos, quizá la más valiosa costumbre que, como pueblo, tenemos que alcanzar para que esas costumbres divinas y legendarias, hechas chispas de luz por su Palabra, continúen guiándonos, iluminando nuestros entendimientos, para que no perdamos de vista que la única manera de sabernos vivos y completos es reorientándonos hacia Él, fe que nos legó Abraham, אַבְרָהָם (Avraham), padre de un pueblo.
El Texto de Textos nos revela en Juan 4:21, “Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 22 Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. 23 Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren”.
Oremos para que aprendamos más del pueblo Judío.