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Mi Parashà – Génesis 1:26

Somos a Su imagen, conforme a Su semejanza, llamados a señorear la tierra. Como hijos, “בְּצַלְמֵנוּ כִּדְמוּתֵנוּ” (B’tzalmeinu Kidmuteinu), el concepto de “Tzelem” (imagen) nos recuerda que tenemos una forma espiritual, mientras que “Demut” (semejanza) nos habla de una forma física, de modo que esta dualidad nos llama a equilibrar lo humano frente a lo divino.

Desde que fuimos creados “נַעֲשֶׂה אָדָם” (Na’aseh Adam), a través de Adam “אדם” como primogénito, se nos reitera que estamos llenos de inquietudes, lo cual se deduce del valor gemátrico de esta expresión: 45, que es el mismo valor que la palabra “מה” (Mah), que significa “¿Qué?”. Esa naturaleza inquisitiva se confronta permanentemente con la espiritualidad y la verdad revelada, por lo que buscamos respuestas y el significado de nuestras vidas.

El número 26 del versículo nos lleva al Tetragrámaton (יהוה, YHWH), el nombre más sagrado del Creador, un número perfecto que sugiere que la creación del ser humano está íntimamente ligada a esa esencia divina, por lo que nuestra identidad debe cumplir con ese propósito celestial desde ahora en la tierra.

Ser creados “a imagen y semejanza” implica una responsabilidad inmensa, y debemos esforzarnos por reflejar esas cualidades divinas en nuestra vida cotidiana. Esta es una razón de peso para asumir que estamos aquí para perfeccionar el mundo (Tikkun Olam) a través de nuestras acciones, usando tanto nuestra naturaleza espiritual como física para hacer el bien.

El valor gemátrico del número 26, correspondiente al nombre sagrado de nuestro Creador, nos recuerda también que cada uno de nosotros lleva dentro de sí una chispa de lo divino, un potencial para la santidad y la elevación espiritual. Nuestra tarea es cultivar esa chispa, reconociendo en nuestra capacidad de verbalizar esa posibilidad de crear, amar y liderar de manera que refleje correctamente la imagen divina en la cual fuimos formados.

Nuestra dignidad es mayor que la de ser simplemente humanos, ya que somos sus hijos, aunque nos hemos perdido fruto del pecado, el cual nos permite evaluar nuestra libertad, incluso llevándola a la dimensión del libertinaje. Como seres humanos, el llamado es a alcanzar esos estándares éticos y espirituales, contribuyendo al bienestar del mundo y a nuestro propio crecimiento personal y espiritual.

El nivel Jayá (חַיָּה) nos llama a comprender lo trascendental y la conexión con el todo, haciéndonos conscientes de todas las inconciencias que nos sofocan y que claman para que alcancemos ese estado de iluminación espiritual donde el alma puede percibir la vida desde una perspectiva más elevada.

Llegar al nivel Yejidá (יְחִידָה), el más elevado, que representa la unidad total con el Creador, es ser guiados por esa chispa divina que existe en cada persona y que está completamente unida a Su esencia. Este hilo, que aquí y ahora nos permite comprender ese nivel que está más allá de la individualidad, es la parte del alma que nos hace reconocernos como eternos: Sus hijos.

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