
Mi Parashá – Génesis 1:27
El acto de la creación del ser humano en su dualidad de género es también un reflejo de esa divinidad. Por ello, “צלם” (Tzelem), que significa imagen, también nos da la idea de sombra, indicándonos que somos un reflejo de Él, su manifestación, parte de algo más grande. La divinidad, desde el valor gemátrico de “צלם”, que es 160, sugiere la totalidad del ser humano que parte de nuestro microcosmos.
Al formarnos como “זָכָר וּנְקֵבָה” (Zachar uneqeva), “varón y hembra”, dicha dualidad de género nos sugiere que nuestra plenitud comienza con la unidad de lo masculino y lo femenino, lo cual es más que un tema sexual, ya que, como reflejo de la polaridad que existe en la creación, estos aspectos denotan la importancia de encontrar nuestra armonía desde dicho equilibrio.
Por ende, esa unión marital y familiar, “בָּרָא” (Bara), nos reitera que, como seres creados, debemos crear y recrearnos en esa creación ex nihilo, que partió de la nada, de Su palabra que nos invistió de un alma, de su esencia, siendo ese reflejo directo de la imagen divina, lo cual nos otorga un valor especial e intrínseco relacionado con la dignidad de cada persona.
En cada uno de nosotros reside esa chispa de divinidad, y nuestra vida es una oportunidad para revelar esa chispa a través de nuestras intenciones, deseos, emociones, pensamientos, palabras, interacciones e interrelaciones. Esto significa que la dualidad es un llamado a la complementariedad, integrando las cualidades masculinas y femeninas que también están presentes en cada uno de nosotros.
La intención divina y el poder de la creación denotan que somos creaciones intencionadas, dotadas de la capacidad de crear y transformar tanto nuestro entorno como a nosotros mismos. Esto nos brinda la posibilidad de reconocer nuestro poder creativo y utilizarlo para manifestar lo divino en el mundo, haciendo del acto de vivir un proceso de constante creación y recreación.