
Mi Parashá – Génesis 3:1
Una vez que somos tentados, en este caso por parte de la serpiente en el Jardín del Edén, caemos sedientos ante las fuerzas negativas del ego, que con sus alucinaciones e imaginaciones astutas reproducen en nuestras mentes esa tentación que nos desafía a obedecer o no, perdiendo así la pureza y la unidad divina.
Es importante entender que la serpiente, וְהַנָּחָשׁ (V’hanachash), נָּחָשׁ (nachash), simboliza esas fuerzas del mal, el engaño y la astucia que forman parte del mundo oscuro y oculto que debemos armonizar, lo que significa que no son estas las responsables de nuestras acciones, sino que somos nosotros quienes cedemos, inclinándonos hacia la desobediencia y el mal (yetzer hara).
La astucia como tal, עָרוּם (arum), al igual que el concepto עָרוּם (“desnudo”), se funden para hablarnos de cómo cedemos ante una de las fuerzas, para ser cogobernados por esa capacidad del ego para manipular y distorsionar nuestras decisiones, y con ellas nuestra nueva realidad. La serpiente, al igual que las otras criaturas del campo, מִכֹּל חַיַּת הַשָּׂדֶה (mi-kol chayat ha-sadeh), cumple un rol dentro de lo creado, siendo la tentación un símbolo de prueba y, por ende, de nuestra capacidad de decidir si obedecer o no.
El contexto de la expresión וַיֹּאמֶר אֶל־הָאִשָּׁה (va-yomer el-ha-ishah) – “y dijo a la mujer”, nos muestra cómo se da el proceso de tentación y engaño, que tiene que ver con nuestra desobediencia y, por ende, con la separación entre la unidad divina y la percepción humana, representada por la mujer. No perdamos de vista que una vez que ella fue creada, se generó un mandato: לֹא תֹאכְלוּ מִכֹּל עֵץ־הַגָּן (lo tokhlu mi-kol etz ha-gan) – “No comáis de ningún árbol del jardín”, versión que la serpiente distorsiona, sembrando la duda y la confusión.
Y es así como, aún hoy en día, ese ego como fuerza terrenal puede manipular nuestra percepción para llevarnos a la transgresión, dándole a nuestras expresiones significados distintos que interpretamos a nuestro acomodo. Lo que significa que esa serpiente נָּחָשׁ (nachash – serpiente) y su valor gemátrico 358 (נ=50, ח=8, ש=300), el mismo valor del término מָשִׁיחַ (Mashiach – Mesías), nos sugiere que es necesario ese desafío o tentación, simbolizados por la serpiente, para que se pueda sembrar la semilla de la redención y la superación espiritual.
Lo que entonces nos lleva a no descalificar todo lo sucedido, sino, por el contrario, a usar esa astucia, עָרוּם (arum – astuto) con un valor de 316 (ע=70, ר=200, ו=6, ם=40), para que renazca nuestra capacidad de discernimiento, y gracias a la Palabra creadora usemos esos insumos conceptuales para el bien y no para el mal. La dualidad, por ende, nos presenta la astucia y a la vez la inocencia.
Así que la serpiente sigue internamente induciendo nuestras propias inclinaciones al mal y al engaño, por lo que nuestro desafío es aprender a reconocer estas fuerzas dentro de nosotros y superarlas mediante la sabiduría y la conexión con lo divino.
Por ende, todos enfrentamos pruebas y tentaciones que afectan nuestra integridad y nuestra conexión con nuestra esencia espiritual. La clave está en ser conscientes de las “tentaciones del ego” en nuestras vivencias, que pueden tomar la forma de dudas, miedos o deseos egoístas, y más bien desarrollar la capacidad de discernimiento para tomar decisiones que nos acerquen a la unidad y la pureza original.
Así que esa caída del alma humana desde su posición elevada en el mundo espiritual hacia el mundo material y físico, como descenso, debe ser vista como necesaria para que la humanidad experimente y entienda la creación en todos sus aspectos, especialmente desde su fragmentación como desafío de unidad, oportunidad para la redención y la reintegración con lo divino.
Es por ello que la serpiente, el engañador o como le queramos llamar, de la que se habla en el Huerto del Edén, no debe ser vista como algo negativo en sí, aunque personifica las fuerzas de la tentación y el deseo producto de un ego que nos identifica con la separación. Sin embargo, esta inclinación al mal (Yetzer Hara), como desafío del libre albedrío, pone a prueba nuestra capacidad para elegir entre la obediencia a la voluntad divina y la búsqueda de conocimiento o nuestro libertinaje.
Proceso de restauración que, representado en la caída de Adán como ruptura cósmica, necesita ser rectificado (tikún). Este es el propósito de la vida humana, que nos llama a trabajar arduamente para corregir esta ruptura, restaurando la armonía original entre el hombre y lo creado, y entre el ser humano y el Creador, un viaje espiritual que cada persona emprende para volver al estado de unión con lo divino.