Mi Parashá – Génesis 3:17
Nuestras traducciones e interpretaciones de algunos mensajes divinos, una vez nos separamos de Él, han sido confusas, sesgadas y, en la mayoría de los casos, ajustadas a un lenguaje finito y limitado que no logra comprender la Palabra infinita e ilimitada. Aunque entendemos que generamos consecuencias al fragmentarnos voluntariamente del Creador y desconectarnos de Su voluntad, también está claro que Su plan nunca ha sido maltratarnos, sino enseñarnos.
Al ceder ante el deseo y la tentación, el hombre desciende a un estado de conciencia más bajo, lo que se manifiesta en la “maldición de la tierra”, espacio que simboliza nuestra realidad material que, contradictoriamente, se vuelve dolorosa e incluso agreste para el ser humano.
Desde esa perspectiva, el trabajo arduo, así como el dolor, se convierten en el proceso necesario para la corrección y rectificación (Tikkun). Por ello, todos nuestros esfuerzos para obtener el sustento nos llevan a una lucha interna constante por elevar nuestra conciencia y reconectarnos con el Creador, mientras lo terrenal nos llena de confusiones e incluso de visiones erradas respecto a la vida, lo que coloca nuestro lenguaje frente a opciones quejosas y de reclamos hacia el Creador.
Es por ello que la gematría nos ayuda a comprender mejor que la palabra “maldita”, “אֲרוּרָה” (arurá), cuyo valor numérico es 407 (Alef = 1, Resh = 200, Vav = 6, Resh = 200), está relacionada con pruebas, retos, esfuerzo y crecimiento, conceptos que hemos mal traducido como resistencia al cambio y a todo lo que significa superarnos.
Incluso cuando se nos llama a ser mejores, nunca se nos pide creernos los mejores, intentando minimizar a los demás. Por el contrario, los seres humanos, como parte de Adam, “אָדָם”, cuyo valor numérico es 45 (Alef = 1, Dalet = 4, Mem = 40), tenemos todo el potencial para superar los constantes desafíos que nos propone el mundo, y esto implica superar esa “maldición”, en donde el trabajo no es castigo sino corrección y redención.
Al aceptar las consecuencias de nuestras decisiones y entender el trabajo y el esfuerzo como herramientas de crecimiento espiritual, esa “maldición” se traduce en fortalezas que nos hacen más resistentes frente a los retos que se nos proponen. En lugar de calificarlos como difíciles, nos cualificamos con ellos, ya que son oportunidades para superarnos y alcanzar un estado de mayor armonía con la creación.
Así como el dolor, el concepto de castigo no debe leerse como un fin en sí mismo, ni como una expresión de ira divina, sino como una herramienta educativa y correctiva que nos ayuda a corregir errores, aprender de nuestras experiencias y acercarnos más a nuestro verdadero propósito espiritual.
Somos los humanos quienes configuramos el castigo como una especie de retribución punitiva impuesta por una autoridad, en lugar de verlo como un mecanismo de corrección y restauración. Al desviarnos de los propósitos de vida, debemos experimentar situaciones difíciles o dolorosas que actúan como señales para corregir esos errores.
Quien genera sufrimiento es nuestra propia mentalidad egoísta, que no acepta la rectificación de sus acciones, colocándose en contra de la ley que opera desde la causa y el efecto, midá k’neged midá (medida por medida). Por ello, las acciones negativas crean un desequilibrio en el mundo, y el “castigo” es simplemente el resultado natural de este desorden.
Nuestras almas se encarnaron en el mundo físico para cumplir con su propósito y elevarse espiritualmente. Por tanto, las dificultades que se experimentan son solo desafíos que deben abordarse correctamente, refinando nuestro carácter y fortaleciendo nuestra voluntad. Al enfrentar y superar las dificultades, crecemos en paciencia, humildad, perseverancia y reconocimiento de la guía y misericordia divina, hasta que nos reencontremos con la luz y la verdad.