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Mi Parashà – Génesis 3:3

Debe quedarnos claro que todo fue creado para coexistir en armonía, un orden que implica reglas y leyes. En el caso de nosotros, los humanos, se trata de acuerdos que deben atender las recomendaciones del Creador, pero sobre todo Su voluntad, la cual conlleva prohibiciones, ya que, como nuestro creador, Él sabe perfectamente qué nos hace bien o no. Por lo tanto, no atender sus advertencias, que en el caso de Eva no solo le pedían no comer del fruto, sino también no tocarlo, proyecta esa alerta celestial para que tomemos decisiones, por pequeñas e insignificantes que nos parezcan, acordes con Sus propósitos.

Está claro que los frutos de todo lo que pensamos, decimos, sentimos y hacemos parten de semillas, las cuales contienen una esencia que, en el caso del árbol prohibido, significaban nuestro alejamiento de Él. “וּמִפְּרִי הָעֵץ” (U’mip’ri ha’etz – “Pero del fruto del árbol”): En este contexto, el fruto no es solo un objeto físico sino un símbolo profundo, frutos que tienen que ver con las consecuencias de nuestras decisiones y, por ende, de las acciones que estas reproducen. Por lo tanto, cada semilla en sí contiene ese recordatorio de que lo que cultivamos en nuestras vidas es lo que finalmente cosecharemos.

Y aunque tenemos la tendencia de pedir bendiciones que a su vez terminan generándonos decisiones egoístas, lo cierto es que debemos aprender a hacernos responsables de nuestras decisiones, por inconscientes, impulsivas o incoherentes con respecto a nuestras expectativas que nos parezcan, ya que son los frutos de estas, de nuestros entornos e incluso de nuestros ancestros, los que siguen generándonos ese distanciamiento con la sabiduría divina.

Nos retroalimentamos de nuestros desconocimientos, sesgos, desinformaciones, ignorancias, especulaciones y desorientaciones, pero esperamos resultados distintos. Quizá por ello, el árbol que está en medio del jardín, “אֲשֶׁר בְּתוֹךְ הַגָּן” (Asher betoch ha’gan), sigue siendo tan esquivo para nosotros, ya que el eje central de nuestras vidas debería ser vivir para nuestro Creador, pero a diario coexistimos tras nuestros egoísmos mercantiles competitivos, lo que hace que vivamos incluso alejados de nuestro ser interior y, por ende, el estado interno de nuestra alma continúe, como desde Eva, confundido, aislado y esclavo del pecado.

Lo que colocamos en el “centro” de nuestras vidas es lo que define nuestro camino espiritual; sin embargo, seguimos alimentándonos de pensamientos egoístas, de relaciones conflictivas e incluso de comida chatarra que nos enferma, en contravía de su mandato: “לֹא תֹאכְלוּ מִמֶּנּוּ” (Lo toch’lu mimenu – “No comeréis de él”), yendo más allá de los límites que Él estableció para preservar ese equilibrio y esa armonía que forman parte del orden de lo creado.

Todas las prohibiciones, normas y leyes deberían ser vistas por nosotros como medidas protectoras; sin embargo, las descalificamos porque coartan nuestros libertinajes, obviando que estas nos ayudan a mantener nuestra conexión con lo divino, sin caer en el caos o el desorden. Es por ello que el concepto “עֵץ” (etz – “árbol”) y su valor gemátrico de 160 nos llaman a evitar la tentación de trascender todos esos límites que, aunque nos parezcan sin sentido, constituyen recomendaciones trasladadas al manual de vida por quien nos creó.

Nuestra propia realidad nos denota que hay límites y que estos deben ser respetados, e incluso que dejarnos guiar por esas leyes implica en esencia asumir un crecimiento espiritual guiado por Él mismo. Por lo tanto, no comer ni tocar esos frutos codiciosos de nuestros conocimientos no es otra cosa que establecer y reconocer esos límites, manteniéndonos dentro de los parámetros de Su voluntad, ya que la transgresión de los mismos tiene efectos complejos.

La autodisciplina nos debe llevar a respetar las leyes, incluso las humanas, para evitar las consecuencias negativas de nuestras acciones, ya que cada decisión que tomamos tiene un impacto, no solo en nuestra vida sino también en nuestro entorno y en nuestra conexión con lo divino. Esta guía, gracias al Espíritu Santo, nos permite vivir de manera que nuestra alma permanezca alineada con esos propósitos, evitando el caos y promoviendo la armonía en nuestras vidas.

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