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Mi Parashá – Génesis 4:10

Al igual que Caín, intentamos ocultar nuestros pecados y crímenes, obviando que Él es omnipotente y todo lo sabe, además de que su justicia es ley eterna, aunque en nuestras temporalidades consideremos que estamos logrando nuestros cometidos egoístas.

La “voz” de la sangre tiene consecuencias espirituales y cósmicas, ya que esas vibraciones de la ley de nuestro Creador nos llevan a recibir los efectos de nuestros actos. Por ende, esa sangre derramada será siempre un testimonio de la vida que fue tomada injustamente, y su clamor se convierte en una manifestación de la necesidad de rectificación y justicia.

Somos eternos, así que los actos humanos tienen repercusiones más allá de nuestros tiempos y de lo físico, lo que significa que estos afectan las dimensiones espirituales más profundas. Todo trasciende nuestro tiempo y espacio, y por ello todas esas voces, especialmente las de las víctimas inocentes a lo largo de la historia, son escuchadas por el Creador. Su clamor es un recordatorio perpetuo, eterno, de que la injusticia no puede ser silenciada.

Y aunque el perpetrador intente ocultar su acto, incluso suponiendo que con su muerte todo fenecerá, obvian que la verdad siempre encuentra una manera de salir a la luz y que nuestro Juez, aunque misericordioso, también cumple sus propios preceptos de justicia, así que nadie puede librarse de ello.

El juicio venidero clamará por esa “sangre” (“דְּמֵי” – dmei) con un valor numérico de 44, fuerza vital que tiene esa lectura de juicio y justicia, reforzando la idea de que ella misma clama por esa respuesta divina. El clamor, “צֹעֲקִים” (tzoakim), tiene un valor numérico de 266, lo cual nos recuerda que dicha rectificación requiere la restauración del equilibrio que fue roto por el asesinato.

Así que las consecuencias de nuestras acciones son eternas, y no podemos ocultarlas; por lo tanto, las injusticias siempre tendrán una forma de salir a la luz, en un juicio donde resonarán todas esas voces que clamarán por aquellos crímenes cometidos a lo largo de la historia, y su justicia y rectificación. Por lo tanto, no podemos escapar de la responsabilidad de nuestras acciones.

Al considerar a esos hermanos como “enemigos”, nos dejamos llevar por esas fuerzas externas que nos causan daños y conflictos interiores letales, al punto de enfermarnos, desafíos internos que debemos enfrentar para superar las barreras que nos impiden acceder al camino espiritual.

Y es que son nuestras intenciones e inclinaciones negativas, disfrazadas de sentimientos tradicionales como el egoísmo, la ira, la envidia o el miedo, los mejores indicadores de que el enemigo que percibimos en algunas personas es solo un reflejo de ese estado interior que se proyecta externamente en lo que acontece en nuestro ser interno.

Hay seres que, como Caín, quieren hacernos daño ciertamente, fruto de esa “Yetzer Hará” (la inclinación al mal), que realmente irradia desde el interior de ese ser para afectar lo exterior, afectándonos a todos. De allí la importancia de no dejar tomar ventajas a ese enemigo interno.

Y cuando ese enemigo ya se manifiesta en lo externo, refleja también las luchas que tenemos dentro de nosotros mismos, por lo que superarlo implica un proceso de auto-refinamiento y crecimiento espiritual, lo que en el caso de Abel debe entenderse como su transformación, ya que la muerte no es el final; por el contrario, es un proceso para el cual, si nos hemos preparado consciente y con la guía del Creador, nos acercará aún más a las fuerzas positivas cargadas de sabiduría y compasión.

El día que comprendamos que ese enemigo exterior no debe ser destruido, sino tomado como una oportunidad para el crecimiento y la superación personal, seguramente el proceso de transformación particular se irradiará también en lo general, y podremos enfrentar y comprender a ese enemigo, promoviendo una mayor autoconciencia y equilibrio espiritual.

La palabra hebrea para enemigo es “אויב” (oyev) y tiene un valor numérico de 19 (א = 1, ו = 6, י = 10, ב = 2), que nos relaciona tanto con las fuerzas del bien y del mal, bajo una búsqueda de equilibrio, un llamado que nos enseña que todos los aspectos de la existencia deben alcanzar ese estado de equilibrio, y que incluso aquello que calificamos como negativo tiene un propósito dentro del plan divino.

Este llamado implica no dar más la espalda a esos seres que necesitan del amor y misericordia que nosotros ya reconocemos que el Creador nos otorgó y que ahora debemos irradiar en esos entornos oscuros. Así que esa lucha y conflicto son oportunidades de redención y restauración.

Todo lo relacionado con la oposición contiene la posibilidad de superación y crecimiento a través de la confrontación de estos desafíos, ya que todo se complementa en la creación. Así, aunque Caín observó en Abel a una especie de oponente externo y lo mató, tuvo que asumir nuevos y más grandes desafíos para su crecimiento. Abel nos recuerda que somos eternos, y por ende, el mismo Creador ante la muerte nos llama a rendir cuentas para llevarnos o no a su lado.

El proceso de superar a un enemigo implica confrontar nuestras propias debilidades y trabajar para transformar las energías negativas en positivas, en lugar de percibir todo como una fuerza destructiva que debe ser eliminada. Por el contrario, dicho catalizador nos sirve para el cambio y para crecer espiritualmente.

Es por ello que el clamor por la sangre de Abel no debe buscar nuestra retaliación, sino que debe servirnos como una advertencia de que debemos vivir con integridad y justicia, sabiendo que nuestras acciones tienen repercusiones que van más allá de lo que podemos percibir como lo real.

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