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Mi Parashá – Génesis 4:5

Nuestros seres responden a una serie de impulsos nerviosos inconscientes que, programados desde nuestro propio lenguaje confuso, nos llevan a una serie de reacciones de las cuales luego nos arrepentimos. Sin embargo, estas reacciones son un reflejo de las verdaderas intenciones que movilizan nuestros pensamientos.

Por ello, la reacción de Caín al no obtener del Creador la respuesta que esperaba, acorde a sus expectativas, fue convertir ese aparente rechazo divino en un estado de ira que lo condujo inconscientemente a la tragedia de asesinar a su hermano.

El hecho de que el Creador no responda a nuestros deseos y a nuestras oraciones manipuladoras, y que, además, como en el caso de Caín, no mire nuestras ofrendas con agrado mientras acepta las de otros, lo que nos llena de envidia hacia ellos, simplemente nos reitera que tenemos una profunda desconexión en nuestra relación con Él, aunque estemos arrodillados clamándole.

Nuestra falta de sinceridad y alineación con Su voluntad nos muestra que, aunque podemos estar ofreciendo palabras de alabanza y gratitud exteriormente, Él se comunica con nuestra alma, desde nuestros corazones, y reconoce nuestras intenciones antes de que estas se conviertan en palabras, emociones y acciones.

Nuestras respuestas emocionales no son más que indicadores de lo que está aconteciendo en el interior de nuestros seres, lo cual se refleja al observar no solo nuestro semblante, sino también nuestras acciones, en este caso cargadas de enojo. Nuestros conflictos internos no resueltos, como producto de esa guerra espiritual que libramos en nuestro interior, nos indican que la falta de aceptación de nuestro Creador frente a lo que suponemos son nuestros ritos solo refleja que Él quiere mostrarnos lo que realmente está sucediendo con nosotros.

Las lecciones divinas siempre versan sobre la importancia de la pureza de nuestras intenciones con respecto al dar, y sobre la alineación de nuestras expresiones, pensamientos y acciones con esos valores espirituales que son intrínsecos y que poco tienen que ver con los extrínsecos a los que damos tanta importancia.

Desde nuestra caída, nos hemos ido alejando del Creador, suponiendo, como Caín, que estamos cerca de Él, pero nuestros propios seres, a través de sus diferentes mensajes, incluso subliminales, nos indican que existe una profunda desconexión, no solo con el Creador, sino con nuestra propia esencia espiritual.

El término “קַיִן” (Qayin – Caín), por su valor numérico de 160, que nos habla de juicio y rigor, nos llama a tener mucho cuidado con la dureza de nuestros corazones y las reacciones que esta puede generar, ya que nuestro ser consciente, semi dormido, no cuenta con la capacidad de coordinar estas. Quizá por ello nos cuesta tanto escuchar y aceptar las recomendaciones que se nos hacen.

Nuestras ofrendas, “מִנְחָתוֹ” (minjató), con un valor numérico de 494, deben recordarnos los esfuerzos que hacemos a diario como retos de nuestra elevación para que este mundo incompleto se perfeccione, ya que es nuestra falta de dedicación hacia Él lo que lo impide.

Nuestros impulsos nerviosos nos llaman la atención con sus reacciones para buscar esa armonía que parte de nuestras intenciones, las cuales, si se enfocan solo en búsquedas materiales, nos llenan de temores, desconfianza, estrés, envidia, conflictos, quejas e incluso ira, que resultan en respuestas emocionales inconscientes con nefastas consecuencias.

Convertimos Su corrección en rechazo, cayendo incluso en la desesperación y el resentimiento, que hemos prolongado y magnificado durante milenios. Lo que deberíamos hacer es entender y mejorar nuestras intenciones, deseos, expresiones, emociones, acciones y actitudes, logrando, gracias a la oración, que nuestras valoraciones nos alejen de tomar decisiones destructivas, cuando Su guía nos incita solo a aprender de nuestros errores.

Dentro de ese mismo contexto, hay efectos para nuestros actos, pero también para nuestras expresiones. La lepra (tzara’at), por ejemplo, se asocia con estos pecados verbales, como “lashón hará”, que nos conduce a la calumnia, otra forma de maldecir al hablar mal de otros.

Así que la lepra es, ante todo, una señal de nuestras impurezas, esas que nos llaman a diario a limpiarnos, no solo físicamente, y que nos indican que nuestros comportamientos rompen la armonía social y espiritual, siendo la difamación, el orgullo o la falta de humildad verdaderas maldiciones que reflejan nuestro estado de corrupción.

Entender la piel, más que como el órgano externo del cuerpo, como la parte que nos indica el estado en que se encuentra nuestra conexión entre lo interno y lo externo, lo espiritual y lo físico, nos llama a buscar esa pureza y santidad, que poco tiene que ver con totalidades o razas, y sí con los obstáculos que impiden que el alma se integre con el cuerpo, la mente y el Creador.

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