
Mi Parashá – Génesis 5:4
Nuestro paso por esta tierra debería ser más largo, teniendo en cuenta los tiempos terrenales humanos, que, lógicamente, frente a la eternidad no son más que un pequeño trazo o línea. Sin embargo, todo parece indicar que se ha acortado debido a nuestra falta de coherencia y entendimiento para asumir nuestra labor restauradora y unificadora.
El rol que no hemos perdido es el de la expansión de la humanidad a través de la procreación continua, lo que desde Adán nos reitera que dicha proliferación de la vida y multiplicación, como mandato, nos llama a permitir que más almas lleguen a este mundo, aunque hayamos convertido esta responsabilidad en una especie de carga, todo por no confiar en el Creador.
Pero, aun sin entenderla y sin ver en ella las bendiciones que significa ser co-creadores, su plan de expansión continúa. Por ello, cada nueva vida representa esa nueva oportunidad para la manifestación de la divinidad en el mundo, para la unificación de Su luz, para la armonía del vibrar de Su palabra, para minimizar ese espacio contraído que se generó para que pudiésemos existir.
Una perspectiva que, leída desde el número ochocientos, nos reitera que nuestras vivencias van más allá de lo natural, lo que nos obliga a visionarnos desde lo trascendental. Y es que, así como el número siete representa lo completo en lo terrenal, el ocho va más allá del ciclo natural de siete, que representa la creación completa en siete días. Por lo tanto, el ocho simboliza lo que está más allá de lo físico, el inicio de un nuevo ciclo, el infinito y lo divino. Representa la trascendencia y la conexión con lo que es eterno y perfecto, y es visto como un número que lleva al individuo a la espiritualidad superior.
Entender todo lo que significa para la gematría esa asignación de valores numéricos obtenidos desde las letras hebreas no es sencillo, pero gracias a quienes han enfatizado en esos estudios, podemos comprender mejor que la letra hebrea ח (Jet) es la octava del alfabeto, y está relacionada con la vida y el concepto de gracia divina, ya que “jet” forma parte de la palabra “Jaim” (vida).
Por ello, el número ocho simboliza la conexión con lo divino, el infinito y la vida, y es un recordatorio de lo que está más allá del mundo material. Llevado a los ochocientos años de vida de Adán después del nacimiento de Set, nos simboliza una era de trascendencia espiritual, un tiempo en que la humanidad comenzó a expandirse más allá de las limitaciones iniciales de su existencia.
Quizá por ello, quienes cuentan nuestros días como miles de años, también nos reiteran que nuestro séptimo día se acerca para poder empezar, al lado de nuestro Creador, el octavo día de la eternidad, espacio en donde, como Set “שֵׁת” (Shet), con un valor numérico de 700, nos reconectaremos con la idea de plenitud gracias a la culminación de este ciclo terrenal dual.
Por ende, ese número ochocientos (שְׁמוֹנֶה מֵאוֹת), como ciclo completo de espiritualidad más allá de la naturaleza, nos llama a cumplir ese rol fundamental en la expansión y el crecimiento espiritual de la humanidad, asumiendo como hijos “בָּנִים” (banim), valor gemátrico de 102 (ב=2, נ=50, י=10, מ=40), dicha labor, continuándola en las nuevas generaciones, al multiplicar Su luz.
Incluso el concepto de hijas “בָּנוֹת” (banot), con un valor de 458 (ב=2, נ=50, ו=6, ת=400), que algunas creencias descalifican, refuerza esa idea de integración y unidad en la diversidad, ya que ellas son no solo la continuación de la línea femenina terrenal, sino dadoras de luz, fundamentos para la transmisión de la vida y la sabiduría espiritual a través de sus seres y úteros.
Continuidad y expansión, que como misión espiritual de la humanidad, obviamos, quedándonos con el pecado del primer hombre, quien realmente desempeñó un rol fundamental en la creación para la multiplicación de la vida. Así que desde Set se nos llama a un nuevo comienzo, a una nueva línea genealógica que debe llevar adelante no solo la humanidad física, sino también la herencia espiritual.
Nuestro segundo Adán, nuestro Señor Jesucristo, no engendró físicamente hijos e hijas, ya que fruto del Espíritu Santo espera que, como iglesia, reconozcamos la oportunidad que Él nos brinda y que nos acerque a lo divino, donde cada alma que nace contribuye a la revelación de la luz divina en el mundo. Como creyentes, tenemos entonces la responsabilidad de transmitir la sabiduría espiritual y construir un mundo que refleje mejor la imagen de su Creador, infundiendo en las nuevas generaciones los valores y la espiritualidad que nos conectan con nuestra esencia divina.”