Mi Parashá – Génesis 5:5
Entender la importancia de nuestra longevidad en este mundo no es algo sencillo, especialmente en épocas en las que se percibe la vejez casi como un castigo material, producto de la pérdida de la fuerza corporal. Sin embargo, el mismo Adán nos enseña, tras su vida de novecientos treinta años, que nuestra duración en esta existencia física implica, a la vez, un impacto duradero en nuestro crecimiento espiritual y, por ende, la posibilidad de influir positivamente con nuestras decisiones sobre la humanidad.
Entender que los años de vida de Adán, como los nuestros, simbolizan la extensión del conocimiento y la influencia que podemos y debemos ejercer sobre las generaciones futuras. Es por ello que la expresión que hace referencia a la muerte de Adán “וַיָּמֹת” (vayamot, “y murió”) nos proyecta, como consecuencia del pecado original, que la muerte se introdujo en nuestras existencias, denotando la mortalidad de nuestra humanidad.
Pero la muerte no se ve en dicho contexto simplemente como un fin, sino como una transición a otra forma de existencia, por lo cual la vida de Adán, tan larga, indica la importancia de aprovechar al máximo nuestro tiempo en la Tierra para cumplir con nuestra misión espiritual. Oportunidades permanentes se nos dan y que regularmente no aprovechamos, lo que significa que, aunque contamos con un día más de existencia para cumplir con esos propósitos, también significa un día menos dentro de ese amplio listado de instantes otorgados para nuestro crecimiento integral, personal y general.
El número 930 (novecientos treinta años), al descomponerse para realizar un análisis más profundo, nos presenta que tanto el 9 como el 30 nos hablan, por un lado, de la verdad y la totalidad, y por el otro, de la madurez y la responsabilidad. Esto, a su vez, nos lleva a la palabra “וַיָּמֹת” (vayamot) y su valor gemátrico de 456 (ו=6, י=10, מ=40, ו=6, ת=400), para que no perdamos de vista que nuestro mayor propósito es el de conectar esta realidad material con la espiritual.
Por lo tanto, la idea de que la muerte, aunque parece ser el final en el plano físico, es en realidad una transición hacia una existencia que trasciende lo terrenal, nos habla de la importancia de disfrutar de esta vida terrenal, comprendiendo el significado que cada enseñanza nos da dentro de ella, ya que cada momento es valioso y debe ser utilizado para avanzar en esa misión espiritual.
Y aunque la muerte es inevitable, ella solo denota el fin de un ciclo, ya que no representa nuestro fin ni siquiera el de nuestra influencia en la tierra. Por el contrario, tanto nuestro legado como el ascenso de nuestra alma significan el comienzo de una nueva fase que continúa tanto a través de nuestros descendientes como de las enseñanzas que se dejaron.
La transición que todos enfrentamos solo denota que nuestras acciones durante nuestra vida tienen un impacto duradero que trasciende nuestro tiempo en la Tierra, así que debemos aportarle a la longevidad reconsiderando cómo vivimos nuestras propias vidas para que ese legado que dejaremos a las generaciones futuras tenga un propósito más elevado, ya que cada uno de nuestros actos contribuye a la expansión de la luz divina en el mundo.