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Mi Kabbala – Jeshván 3, 5785 – Lunes 4 de noviembre del 2024

¿Amados?

El Texto de Textos nos revela en Cantares 8:6, “Como llama divina es el fuego ardiente del amor”.

El concepto de ahavá (אַהֲבָה), amor, cuyo primer elemento es el afecto hacia otro ser, nos conduce, a través de Su fluir, a vincularnos con los demás. Este es el propósito fundamental de la vida, donde, confundidos por nuestras múltiples búsquedas y sentimientos humanos, a menudo olvidamos esa verdadera razón existencial: dejar de enfocarnos en nosotros mismos, en nuestros egos y deseos, para reconocernos como parte de un todo, aportando a quienes nos rodean. Esto nos permite apreciar la regla de oro, la cual nos dota de los auténticos atributos celestiales, a través de un proceso que a veces incluye el tránsito por la dimensión del conflicto como un llamado de atención.

El estudio de las Escrituras y de algunos nombres es clave para comprender que David (דוד, DVD) representa el afecto celestial. Este rey amado nos invita, como creyentes, a dejar que nuestro corazón se moldee conforme a la voluntad del Creador, sabiendo que somos Sus hijos amados. Esta perspectiva nos permite asimilar no solo las bondades que recibió David, sino también cómo el Creador, en su amor y misericordia, lo cobijó y lo guió para que corrigiera muchos de sus errores.

Ese concepto de amado, dodi (דוֹדִי), nos debe llevar, como descendientes de David, a nuestro Señor Jesucristo, verdadero símbolo de ese amor perfecto que denota cuánto somos apreciados por el Creador. Como Su linaje, estamos llamados a reconocernos como Sus hijos, Su iglesia y Su esposa, manteniendo un romance eterno con Él. Esto significa que nuestros herederos, descendientes del Rey, al igual que Salomón (Jedidías, יְדִידְיָהּ, amado del Señor), pueden estar seguros de que esta relación amorosa con nuestro Creador es eterna.

Desde Melquisedec (מַלְכּי־צֶדֶֿק, Malki-Sedeq, “mi rey es justicia”), rey de Salem y sumo sacerdote, y pasando por los reyes subsiguientes como David y Salomón, se nos presenta la figura de nuestro único Señor y Rey Jesucristo. Él, al traernos el pan de Su cuerpo y el vino de Su sangre para salvarnos, nos da la satisfacción de sabernos amados y, por lo tanto, dignos de estar a Su lado, superando todo aquello que nos impida amar o sentirnos amados por quien nos ha amado desde antes de crearnos, aunque en esta tierra prefiramos otro tipo de reyes.

Es un amor en el que crecemos gradualmente y que exige primero amor propio, punto de partida para que ese vínculo celestial perfecto se irradie en nuestros entornos, primero en nuestra familia y luego en la búsqueda de amar a nuestros prójimos armoniosamente como a nosotros mismos. Esta es una tarea que no podemos delegar a otros, siendo el único requisito para, a través de ese amor hacia los demás, amar plenamente a Él como nuestro Creador. Este fluir simboliza la vida y nos obliga a bendecir todo, a ser solidarios, tzadik (צדיק), y a no juzgar, haciéndonos responsables además de guiar a quienes no comprenden el mensaje de la Palabra, para que así puedan amar más, lo cual se manifiesta, lógicamente, sirviendo más.

El Texto de Textos nos revela en I de Corintios 16:14, “Hagan todo con amor”.

Oremos para que sea el amor la luz que guie nuestros días.

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