
Mi Kabbala – Tishrei 26, 5785 – Lunes 28 de octubre del 2024.
¿Gloria?
El Texto de Textos nos revela en Habacuc 2:14, “Pues la tierra se llenará del conocimiento de la gloria del Creador como las aguas cubren el mar”.
Nuestra realidad es producto de la Palabra del Creador, vibración que, al combinar cada uno de sus signos, genera luz, energía con la que nos recreamos en este universo, en una dimensión simbólica imaginaria que percibimos como real. Sin embargo, el todo, ejad מנה (uno), es una unidad de la que nos percibimos separados, siendo necesario dejar de vernos como fragmentos aislados y reconocernos como sus hijos, seres de luz que, en esencia, emplean un lenguaje finito para intentar comprender incluso aquello que no logran imaginar respecto a Su deidad.
Esta lejanía nos permite únicamente asimilar Su gloria, שכינה, Shekhiná o presencia esplendorosa, que en nuestro lenguaje se traduce en confiar en Él, morar o habitar en Su obra, identificándonos más con nuestra futura morada: el cielo. Del entorno celestial no tenemos ni una mínima noción, fruto de conceptos de luz que dependen únicamente de una radiación solar que, paradójicamente, nos enceguece. Por ello, al escuchar que el Creador es energía y que nosotros somos hechos a Su imagen y semejanza, no logramos asumir que nuestra alma es una extensión de esa unidad Adam HaRishón.
Al pecar y desobedecer tomando del Árbol del Conocimiento, esa alma unida se dividió, según algunos estudiosos, en seiscientas mil almas: fragmentación de la única luz que poseía Adam HaRishón, a la cual el Zóhar denomina Zihara Ila’a o “brillo superior”, בָּהִיר (claridad), de la que solo nos queda el recuerdo y un deseo: retornar a ese Jardín del Edén, ya que al materializarnos nos desintegramos, necesitando unirnos primero a una forma física que no nos permite proyectarnos como Él desde Su luz. Establecemos así límites que restringen nuestros sentidos humanos y nuestra imaginación, percibiéndonos, en consecuencia, alejados o aparte, pero con la intención voluntaria de trascender.
Cuando a Moisés, como profeta, se le apareció el Creador en el Monte Sinaí a través de una zarza ardiente, él tenía claro que no podía ver su rostro y seguir viviendo, pues esa luminosidad, como radiación, nos desintegraría físicamente. No obstante, Moisés solo sufrió en su piel, de modo que el pueblo se asustó al verlo descender del monte. Por eso otros profetas, como Ezequiel, describen ese trono divino con una especie de clímax a través de un arco iris plagado de colores, expresiones limitadas que no logran capturar ese resplandor que nos rodea y que solo podemos explicar como la Gloria del Señor, kavod (כבוד), palabra que, según su raíz original KBD, significa también honor e incluso aprecio.
Esta manifestación divina, llevada a nuestro plano físico, intenta describir mínimamente con nuestro lenguaje limitado y finito esa gran visión de lo celestial, donde el término kavod, de valor numérico 32, nos habla de respeto, להוקיר (lehokír). Pero más que entender este concepto de gloria divina como densidad o sustancia, se trata de reconectarnos, no solo imaginaria sino realmente, más allá de las expresiones, asumiendo esos atributos hasta lograr, a través de la oración, que esa Su gloria luminosa y Su haz de luz, que están en nosotros y se extienden en el todo, nos guíen hasta reintegrarnos a Él.
El Texto de Textos nos revela en Habacuc Hebreos 1:3, “Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de su poder. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”.
Oremos para que sea el Haz de Luz del Creador el que ilumine nuestras palabras.