Mi Parashá – Génesis 2:16
Quienes hablan de un alto número de mandatos y preceptos del Creador deben recordar que el principal, una vez se nos creó, fue que le obedeciéramos, dejándonos como recomendación especial no comer del árbol prohibido, el mismo que nos plantearía un enorme reto en solitario para cogobernar esa libertad que tiene su sustento en nuestra obediencia hacia Él.
El concepto וַיְצַו (Va-y’tzav) – “y mandó”, que tiene su raíz en צַוָּה (tzav), nos reitera que esa instrucción tiene que ver con nuestro vínculo o lazo que nos une con el mandante, conexión directa que se pierde una vez asumimos la desobediencia, por lo que clamarle a Él con nuestras oraciones es el primer paso para intentar reconstruir ese vínculo.
Él, como יְהוָה אֱלֹהִים (Adonai Elohim), nos pide, por ende, dentro del proceso de restablecimiento, que nos acojamos voluntariamente a Su misericordia (יהוה) y a Su justicia (אֱלֹהִים), para poder restablecer el equilibrio que se perdió una vez desobedecimos. Es por ello que, como conjunto de humanos עַל־הָאָדָם (al-ha-adam), derivados del primer hombre, אָדָם (Adam), debemos cultivar la tierra אֲדָמָה (adamah), para, a través de ella, recoger los frutos que nos permitan nutrirnos de Él, asumiendo nuestro rol en la creación.
Nuestra desobediencia, que afectó lo eterno y nos llevó al mundo fragmentado con su línea limitada y finita de tiempo, sigue siendo el lugar donde debemos aprender a obedecer. Es por ello que en este mundo nos contaminamos con las impurezas de dicha desobediencia hasta que retornemos al Edén: מִכֹּל עֵץ־הַגָּן (mi-kol etz-ha-gan), espacio que simboliza ese lugar de origen y pureza espiritual, donde cada árbol representa una fuente de vida y conocimiento.
Seguimos alimentándonos del árbol prohibido del conocimiento del bien y del mal, del cual podíamos comer libremente אָכֹל תֹּאכֵל (akhol tokhel), pero del que se nos advirtió no hacerlo para mantenernos dentro de la abundancia de la provisión divina que nos ofrecían los otros árboles y sus frutos.
Al no atender sus límites, perdimos ese acceso pleno a la vida y a sus bendiciones, por lo cual necesitamos del Árbol de la Vida (עֵץ הַחַיִּים): nuestro Señor Jesucristo. No olvidemos que el concepto de עֵץ (etz – árbol), que nos recuerda, gracias a la suma gemátrica de עֵץ que es 160 (ע=70, ץ=90), que Él es la estructura de todo y nuestro camino hacia el crecimiento y la iluminación, para lo cual Él despejó esos senderos de retorno al jardín גָּן (gan – jardín), 53 (ג=3, נ=50).
Nuestro libre albedrío, como don, necesita de los límites divinos, atendiendo que, aunque podemos comer de “todo árbol”, debemos abstenernos de algunos frutos para poder disfrutar de la abundancia de oportunidades que Él nos brinda y de Su generosidad, siempre y cuando nos mantengamos en el marco de la obediencia divina.
En el día a día enfrentamos decisiones que requieren balancear nuestras necesidades y deseos con los mandamientos y principios del Creador, por lo que no debemos perder de vista que cada intención, deseo, pensamiento, emoción, palabra, interacción e interrelación tiene una consecuencia. Esto quiere decir que ese don del libre albedrío no reside en la capacidad de hacer cualquier cosa, sino en elegir el bien dentro de los parámetros establecidos por la ley divina.
La verdadera libertad viene acompañada de responsabilidad, la cual se logra al seguir las instrucciones divinas, las mismas que nos permiten disfrutar de la obra del Creador, pero sobre todo reencontrarnos con ese propósito más profundo para el cual fuimos creados.