
Mi Parashà – Génesis 2:20
Nuestras sesgadas interpretaciones respecto de nuestras propias expresiones y las erradas ideas que hemos consolidado acerca de la misma Palabra del Creador, intentando manipular históricamente sus significados y generando más desinformación y especulaciones, nos han llevado incluso a nombrar nuestras propias experiencias de manera incorrecta y a proyectar nuestras búsquedas interiores como necesidades exteriores llenas de egoísmo y placeres sin sentido.
Quizá por ello es importante reflexionar en la expresión וַיִּקְרָא הָאָדָם שֵׁמוֹת (Va-yikra ha-adam shemot) – “Y el hombre puso nombre”, considerando el término שֵׁמוֹת (shemot – nombres) desde su pluralidad, lo que nos permite entender que, aunque Adán dio una suma importancia a la individualidad de cada especie, estaba indicándonos que en esa diversidad se encuentra nuestra tarea complementaria de ser sus mayordomos, usando nuestras palabras para ello.
El concepto de “ganado” בְּהֵמָה (behemah – ganado), לְכָל־הַבְּהֵמָה (l’khol ha-behemah) – “a todo ganado”, nos presenta la idea de que esa fuerza instintiva en la creación, que Adán nombró, es controlada por una conciencia divina que debe concertarse con la humana para que esa co-creación se mantenga unida bajo un mismo propósito.
Al observar “las aves del cielo” וּלְעוֹף הַשָּׁמַיִם (u-l’of ha-shamayim) – “y a las aves del cielo”, algunas de las cuales desconocemos regularmente por su nombre, se nos está recordando, a través de los términos עוֹף (of – ave) y שָּׁמַיִם (shamayim – cielo), la necesidad de no perder nunca de vista que nuestra realidad se debe a ese cielo, y por ende debemos buscar siempre esos aspectos elevados y espirituales de la creación, ya que todo lo creado debe moverse libremente para reconectarse con lo divino.
Todo lo creado nos llama a esa integración, incluso esas “bestias del campo” וּלְכָל־חַיַּת הַשָּׂדֶה (u-l’khol chayat ha-sadeh) – “y a toda bestia del campo”, que en ocasiones despreciamos, cumplen ese rol. Por ello, la expresión חַיַּת הַשָּׂדֶה (chayat ha-sadeh – bestias del campo) nos habla más que de los aspectos salvajes de la creación, de cómo aquello que aparenta no tener propósitos divinos debe ser nombrado para que este se haga parte y, por ende, se articule en ese plan.
Comprender todos estos conceptos básicos es lo que nos permite reorientar nuestras vidas, desde nuestras propias expresiones, denominando las cosas desde esa perspectiva divina, para así asumir que todo lo creado cumple con ese propósito divino en donde el ser humano es el centro y objeto de todo.
Somos parte integral de una creación, y todo lo creado nos llama a entenderlo: וּלְאָדָם לֹא־מָצָא עֵזֶר כְּנֶגְדּוֹ (u-l’adam lo matza ezer k’negdo) – “pero para Adán no se encontró una ayuda idónea para él”. Por ello, al nombrar algo o a alguien, nos estamos identificando e integrando con ese otro, lo que significa nuestra necesidad de establecer, a través de nuestros diálogos, relaciones humanas sanas, profundas y significativas.
Al penetrar en los signos lingüísticos originales e iluminar nuestro entendimiento con la guía del Espíritu Santo, podemos tener más claridad respecto de cómo un mismo signo o palabra, gracias a la gematría, nos puede entregar nuevas luces. Por ello, el término Adán, אָדָם (adam – hombre), con un valor de 45 (א=1, ד=4, ם=40), nos sugiere que esa conexión del hombre con la tierra (אֲדָמָה – adamah) es la que nos entrega a la vez un rol como intermediarios entre lo espiritual y lo físico.
La suma gemátrica del término שֵׁמוֹת (shemot – nombres) 746 (ש=300, מ=40, ו=6, ת=400) también nos indica que ese acto de nombrar, desde esta perspectiva, implica la capacidad de percibir y definir la esencia de cada criatura y, por ende, encontrarle ese propósito divino, así como la utilidad que dentro de dicho proceso de intermediación esta cumple.
El acto de nombrar como función divina es el que nos permite participar activamente en la creación, siendo nuestra propia narración la que nos da una identidad y propósito no solo para nuestras existencias, sino para cada ser viviente, de los cuales necesitamos, ya que esa interacción y compañía de otros seres vivientes, al complementarnos, nos llama a buscar la unidad de todo.
Aunque podemos encontrar satisfacción y propósito en nuestras interacciones con el mundo, la verdadera plenitud se encuentra en las relaciones significativas con otros seres humanos, al complementarnos con ellos para descubrir y realizar nuestro verdadero potencial.