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Mi Parashá – Génesis 2:21

La narración de la creación es atemporal; por lo tanto, cuando se habla del proceso mediante el cual se creó a la primera mujer, Eva, a partir de Adán, es importante salirnos un poco de la cronología terrenal, manteniéndonos siempre en el contexto de apreciar la unidad en nuestro propósito existencial y, a la vez, la importancia de la dualidad dentro de ese crecimiento necesario.

El primer concepto del versículo “hizo caer”, וַיַּפֵּל (Va-yapel), que tiene su raíz en נָפַל (naphal), “caer”, nos da una idea clara de cómo se da una transición de un estado a otro, pasando de nuestra conciencia plena con la divinidad a nuestra inconsciencia dentro de un mundo que nos mantiene en un sueño profundo del que debemos despertar, un cambio en el estado de ser que parte desde esa idea de nuestra fragmentación.

Por lo tanto, la expresión “sueño profundo” תַּרְדֵּמָה (tardemah), nos dice que ese estado de inconsciencia o de reposo profundo tiene que ver con una especie de retiro espiritual al que debemos llegar para poder prepararnos para una transformación significativa verdadera. Y es que al dormir וַיִּישָׁן (va-yishan), deberíamos darnos cuenta de que ese estado de pasividad y vulnerabilidad que nació con Adán durante el proceso creativo tiene que ver con esa fragmentación que nos separó de su luz, permitiéndonos cohabitar en la oscuridad.

A partir de ese sueño, se tomó una de las costillas de Adán para crear a Eva, וַיִּקַּח אַחַת מִצַּלְעֹתָיו (va-yikach achat mi-tzalotav) – “tomó una de sus costillas”, término צַּלְעָה (tzela) que se puede traducir como “lado” o “parte lateral”, cercana al corazón, más que para simbolizar a esa mujer creada para estar al lado del hombre, ni debajo ni encima, para entender que Él mismo debería ser traspasado por esas costillas para rescatarnos de ese sueño: para despertarnos.

Al fragmentarnos, es esa mujer la que nos posibilita entender la importancia de la unidad y la necesidad de traer, a través de nuestra familia, más luz a este mundo; vidas que restauran la contracción de la creación, que hirió a nuestro Creador para poder crearnos, fragmentándose desde su esencia para que nosotros, como chispas de luz, iluminemos ese espacio contraído voluntariamente en busca de una nueva unidad e integración con su ser.

Así es como esa mujer, a la que también representamos nosotros, sus hijos, como iglesia y esposa, debía cerrar la herida, complementando el proceso de creación en pro de la nueva unidad. El término וַיִּסְגֹּר בָּשָׂר תַּחְתֶּנָּה (va-yisgor basar takhtenah) – “y cerró la carne en su lugar”, denota esa restauración e integración. La palabra צַּלְעָה (tzela – costilla/lado) y su valor 195 (צ=90, ל=30, ע=70, ה=5) nos sugiere la idea de formar una estructura o soporte, ya que la costilla es esencial para sostener el cuerpo.

El término “carne” בָּשָׂר (basar) en hebreo original, con su gematría de 502 (ב=2, ש=300, ר=200), nos habla de la manifestación física que, llevada a nuestro mundo material, convierte este plano en un escenario necesario dentro del proceso para contener y expresar esa luz plena del Creador, una especie de transformador indispensable para poder resistir, desde la oscuridad material en que cohabitamos, toda esa energía divina.

El proceso de tomar una costilla y formar a Eva debe, por ende, entenderse no solo como un llamado a la interconexión para una relación armónica con el Creador, sino también como un llamado para comprender que todos los humanos somos parte integral de su Ser, creados no desde una parte inferior sino desde su esencia, con la esperanza de que estemos a Su lado, de que entendamos que somos parte de Su corazón, que fluimos con su sangre, que desea una mutualidad en nuestra relación con Él.

Desde el plano de la relación con Eva, también se nos pide que comprendamos la importancia de la unidad y la igualdad en nuestras relaciones, por lo que cada ser humano es esa chispa divina, parte integral de la creación, lo que implica que nuestras relaciones deben estar basadas en la cooperación y el respeto mutuo. Siendo Eva lo último de la creación, la más grande expresión de la misma, es, por ende, la única capacitada para dar más luz, lo que implica que en sí mismas tienen más luz, la misma que emana desde nuestros corazones.

El amor de madre nos enseña que nuestro crecimiento personal depende de esa relación fraternal y servicial que no se basa en la dominación o la sumisión, sino en la igualdad y la colaboración, con el fin de alcanzar esa plenitud humana que se encuentra en la unidad y en la reciprocidad, donde cada parte contribuye al bienestar del otro.

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